lunes, 11 de febrero de 2019

Madrugada

La efervescencia del éxito es casi siempre abrazada por la tragedia que observa con recelo desde la otra punta de la línea de batalla, con el deseo de apagar la fructífera fragancia del porvenir de  aquellos que poseen el don de la creatividad. Eso mismo debió pensar la esposa del gran Buddy Holly, al tratar de digerir el golpe de su temprana muerte. El arte sobrevive a la carne, el llanto se emancipa en un reverberante y efímero suspiro, para dar paso a la eternidad.

En una hermosa ciudad en la cual El Cid Campeador forjó su alargada leyenda,  tuve la ocasión de conocer a un personaje singular, cuyo envidiable cometido era tocar la guitarra en reuniones, bien de acaudalados comensales, o bien de austeros pelagatos. La actuación que presencié combinaba perfectamente con la euforia desatada que sentía por la aplaudida decisión de mi hermano mayor de contraer matrimonio. Fue un enlace lucido, con bastante pompa, y francamente para recordar. La banda aguardaba pacientemente en el salón principal donde tendría lugar la cena nupcial. En algún momento de la tarde, logré escabullirme a conciencia para encenderme un pitillo, lejos de la mirada penetrante de mi señor padre. Mientras caminaba buscando un sitio estratégico tras la zona de confort, empecé a escuchar unos acordes que sonaban a lo lejos, a un nivel más bien bajo. Me murmuraba a mí mismo, tratando de adivinar que acordes eran aquellos, y a qué canción pertenecían. Cómo buen amante del blues, no me llevó mucho tiempo darme cuenta de que se trataba de la canción Sweet home Chicago, del gran Robert Johnson. Con una sonrisa sorpresiva y espontánea, fui abordado por la  curiosidad la cual me condujo hacia la fuente de aquel sonido. Asomé la cabeza al tiempo que apartaba una inmensa cortina color granate ayuntamiento (cierto es que éste es el color predilecto de los decoradores de estos lugares señoriales), y allí estaba, aquel personaje, dirigiendo a su tropa con esmero y dedicación. Tras meditarlo unos tres segundos, decidí acercarme para saludar a los compañeros del gremio. Siempre he comparado a los músicos con soldados, pues ambos portan armas, que aunque parezcan análogas entre sí, lo cierto es que comparten un mismo fin. El arma de este genial artista era una de mis todavía soñadas fantasías, una Fender telecaster del 52 americana. En mi entorno de ciudad pequeña, lo normal era ver tan sólo un par de guitarras buenas de verdad,  que todos nosotros siempre hemos admirado, y que por razones obvias nunca habíamos podido siquiera ver en persona.

Aproveché un pequeño parón para saludar a los muchachos, que ensayaban confianzudamente  cada detalle del repertorio, con el fin de ofrecer una depurada actuación, ya que la ocasión exigía, por su naturaleza, una representación precisa.

Me presenté, comentando que era un gran amante de la música, y que tocaba la guitarra, aunque a un nivel medio. Ellos hicieron lo propio, y entablamos una apasionante conversación sobre varios géneros, y artistas. Casi en el ocaso de la comida, me dirigía al baño, un tanto desconsolado por ver a estos muchachos pasándolo tan bien, cuando de pronto, Camilo ( frontman de la banda) me hizo un gesto con la cabeza para que me acercara al escenario. Me dijo:

-Te veo desconsolado, te animas a tocar un temita?  

En ese justo momento fue como si reviviera aquellos momentos llenos de incertidumbre, en el patio del colegio, cuando se hacían los equipos para jugar a fútbol, y tenías que esperar con la esperanza de que te eligiera el equipo bueno. Lo dudé por un momento, pues aquello estaba repleto de gente, y yo hasta ese día había tocado un par de veces, pero en sitios recónditos y con muy poco público. Si! Respondí en un tono endeble, pero resultón. Me preguntó si quería tocar un blues. Perfecto, respondí, riendo tontamente y pensando para mí en el reto que suponía tocar ante tanta gente, medio alegre, y encima con unos nervios que dolían. Lejos de achantarme, le pedí su guitarra, la misma por la que soñaba desde siempre. Nunca la había tenido en mis brazos. Su suave tacto me sorprendió, junto con su comodidad, y sonido.

La noche había aparecido hacía ya unas horas. El frío que yo no sentía a causa de los nervios, me entumecía las manos, el frío junto a las gélidas copas que me bebía alegremente, todo sea dicho. Estaba como en una guerra, tenía una misión e iba a cumplirla, costara lo que costara.

Comenzamos a tocar, y me encontraba asombrosamente bien, aplicando los acordes y escalas pertinentes, con soltura y un alto grado de pasión. Miraba de reojo a la mesa en la que se encontraba mi familia. Ellos nunca me habían visto tocar, y según un pensamiento extendido por mi padre principalmente, tenían la opinión de que dedicarse a tocar la guitarra era algo así como perder el tiempo, ( Ahora comprendo que lo hacían con la mejor de las intenciones). Impresionar a mi padre es algo que solo recuerdo haber hecho ese día y cuando me aprendí la canción del pirata de José de Espronceda de arriba abajo con 8 años, todo un logro, ya que es la persona menos impresionable que conozco.

Cuando terminé, sentí un gran alivio, una sensación placentera me recorría el cuerpo, con la rapidez de un relámpago, para ralentizarse en un suspiro. Todo me había parecido el mejor de los sueños. Fui invitado por los miembros de la banda a proseguir la fiesta en una casa situada en las afueras de la ciudad. Aprovechando el bajón de la ceremonia, decidí irme con mis nuevos amigos sin pensarlo ni por un segundo. Llegamos a la casa, y me presentaron al instante. Yo estaba en esa situación un tanto incómoda en la cual no sabes que decir, ni qué hacer, pero poco a poco todo empezó a fluir adecuadamente. Pasaron las horas, y llegó el momento de irnos. Serían las seis de la mañana. De entre las armonías silbantes de los pájaros de pronto, surgió la propuesta de ir a un apartamento para culminar una noche plena de sensaciones. Era el típico apartamento de soltero, un tanto desmejorado estéticamente, y desordenado, aunque bastante acogedor. Al entrar, pude observar, a la derecha de la entrada, dos estanterías grandes repletas de vinilos antiguos. Fue como cuando eras niño y entrabas a una tienda de chucherías, queriendo comerte las todas. Habían discos de Rare  Earth, Thin Lizzy, Eléctric Light orchestra, Howling wolf, Little Richard, King Crimson, y un eterno etcétera. Recuerdo que mi corazón comenzó a latir apresuradamente, al ojear ansioso, cada uno de los polvorientos estantes de esas estanterías. Todo un arsenal, ya que su colección constaba de auténticas joyas, raras e inconseguibles a día de hoy. La conversación fluyó por derroteros añejos, fijando la atención en los orígenes de la música que nos engrandece, y por la cual sentimos una devoción desmesurada.

Los ecos del ayer, están siempre repercutiendo en cualquiera de los aspectos, del mas actual presente, y empapan de sabiduría el producto que resulta de esa misma esencia. Lo aprendido en esta maravillosa historia, es que en ocasiones, tenemos retos que queremos afrontar, y que por una u otra razón no sabemos como hacerlo. La indecisión es la peor de las estrategias, y la apatía no tiene sentido. Cuando tengamos algo que afrontar, hagámoslo mirando a la cara a ese reto, con decisión y coraje, como siempre han hecho los grandes genios, a lo largo de sus carreras.

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